Capítulo 5: Todo lo que Ocurrirá a Partir de este Punto
Apagué las luces y
continué bebiendo. Afortunadamente, me las arreglé para exitosamente
embriagarme la noche anterior. A veces es mejor no luchar contra el fluir de
las emociones, sino lanzarse al abismo de la desesperación y revolcarse en el
fango de la autocompasión. Esta puede ser la manera más rápida de recomponerse.
Mi apartamento familiar
comenzó a tomar un diferente significado. La luz de la luna que se filtraba por
mi ventana estaba teñida de un azul marino, y la brisa nocturna del verano
llenó el aire, lo cual se sintió extraño teniendo a Miyagi observándome desde
el rincón como si de algún centinela se tratase. Nunca pensé que esta
habitación podría sentirse de esa manera.
Me sentí como si me
encontrara en los bastidores de un escenario. Que cuando saliera de este, mi
actuación finalmente comenzaría.
Repentinamente, sentí
como si fuera capaz de hacer cualquier cosa. Esto se debió a que mi embriaguez
hizo que temporalmente me olvidase de mi propia incompetencia, pero en ese mismo
estado, creí erróneamente que algo en mí estaba cambiando.
Con gran orgullo, me giré
hacia Miyagi y le dije, “Con los trescientos mil yenes y con los tres meses que
me quedan, voy a cambiar algo.”
Luego me tomé la última
gota de cerveza en la lata y la apoyé violentamente sobre la mesa.
La reacción de Miyagi fue
fría. Levantó sus ojos unos pocos centímetros, para luego preguntar, “¿Es así?”
y regresó su atención al cuaderno.
Sin inmutarme, continué,
“Sí, quizás sean trescientos mil yenes, pero es mi vida. Haré que estos
valgan mucho más que treinta millones o trescientos millones. Trabajaré duro
para recuperar mi lugar en el mundo.”
Para mi mente borracha,
aquello sonó extremadamente genial.
Pero Miyagi no se
sorprendió. “Todos dicen cosas así.”
Dejó el bolígrafo a su lado,
acunó sus rodillas y apoyó la barbilla entre ellas.
“He escuchado esa frase
literalmente unas cinco veces. A medida que la muerte los acecha, las ideas de
las personas se vuelven más y más extremas. El efecto se ve especialmente
pronunciado entre aquellos cuyas vidas han sido insatisfactorias. Es por la
misma razón para aquellas personas quienes pierden sus apuestas que buscan
recuperarlo todo en un intento irrealista y fútil de obtener el premio mayor. Las
personas que se han pasado la vida fracasando tienen que aferrarse a una
felicidad improbable, supongo. Es cuando la muerte es inminente que estos
finalmente logran ver cómo el brillo relativo de la vida recupera algo de
vitalidad. Caen siempre en la misma trampa del pensamiento, “Antes era un
inútil, pero ahora que me he percatado de mi error, soy capaz de hacer
cualquier cosa,” y terminan creyendo en ese concepto erróneo. Solamente se
encuentran en la línea de salida. Esto significa que, luego de haber
pasado por una larga racha de apuestas perdidas, finalmente han recuperado su
ingenio. No genera ningún beneficio el asumir que esta es una oportunidad única
de ganar el premio mayor. Señor Kusunoki, piénselo detenidamente. La razón por
la que el valor del resto de su vida era tan bajo se debe a que usted habría
sido incapaz de lograr algo significativo en sus últimos treinta años en la
Tierra. Lo comprende, ¿no es así?” ella dijo. “Si no iba a ser capaz de lograr
nada en treinta años, ¿cómo espera hacerlo en sus últimos tres meses?”
“…Nunca lo sabré a menos
que lo intente,” le argumenté, pero incluso yo detesté lo vacías que sonaban
mis palabras. La verdad era obvia, incluso antes de intentarlo. Ella tenía toda
la razón.
“Creo que sería prudente
buscar una satisfacción más mundana”, dijo Miyagi. “Ya no hay vuelta atrás.
Tres meses es un tiempo demasiado breve como para cambiar algo. Pero también es
demasiado largo como para pasarlo sin hacer nada. ¿No cree que sería más astuto
encontrar pequeños, pero bien definidos fragmentos de felicidad? Usted pierde
porque está intentando ganar. Encontrar pequeñas victorias entre sus pérdidas
lo dejará con una decepción menor.”
“Está bien, está bien, lo
entiendo. Pero ya estoy harto de escuchar acerca de la manera correcta de hacer
las cosas,” le dije, sacudiendo mi cabeza. Si no estuviese borracho, podría
haber seguido discutiendo con ella, pero en este estado, no tenía la voluntad
para anular su sabiduría. “Probablemente no comprenda del todo cuán
incompetente soy como persona… ¿Podrías decirme todo lo que iba a ocurrir?
¿Cómo iba a vivir mis últimos treinta años de vida? Quizás oír eso me ayude a
borrar toda ilusión y esperanza.”
Al principio, Miyagi no
dijo nada. Luego de un rato, suspiró con resignación.
“Muy bien. Quizás sea lo
mejor para usted saberlo todo llegados a este punto…Pero, por las dudas, se lo
aclaro. No tiene por qué desesperarse por nada de lo que diga. Lo que yo sé es
lo que quizás pudo haber ocurrido, pero ahora está garantizado que nunca lo
hará.”
“Entiendo. Lo que voy a
oír ahora se asemeja más a una adivinación… Y no voy a desesperarme por cada
cosa que digas. Solamente llegaría a ese punto si no hubiese alternativa
posible.”
“Espero que no lleguemos
a ese punto,” dijo Miyagi.
Hubo un estruendo en la
distancia, como el de una torre gigantesca desmoronándose. Me tomó bastante
tiempo darme cuenta de que era un espectáculo de fuegos artificiales. No había
ido a observar uno en años.
Siempre lo hacía a través
de la ventana. Nunca compré comida del festival de algún puesto para comerla
mientras observaba el espectáculo. Nunca desvié la mirada de los fuegos
artificiales hacia el rostro de la novia cuyas manos estaba sosteniendo.
A partir del momento en
que fui lo suficientemente grande como para comprenderlo, resulté ser un
marginado. Evitaba todo lugar con multitudes. Cuando me encontraba en
semejantes situaciones, se sentía como alguna clase de equivocación, y la
sensación de encontrarme con algún conocido era aterradora. En la escuela
primaria, nunca fui al parque, ni a la piscina, ni a las montañas detrás de la
escuela, ni al distrito comercial, ni al festival de verano ni a observar los
fuegos artificiales a no ser que me forzaran a hacerlo. En mi adolescencia, me
mantenía alejado de los lugares recreativos y evitaba las calles transitadas
cuando caminaba por la ciudad.
La última vez que observé
unos fuegos artificiales fue cuando era muy joven.
Si bien recuerdo, Himeno
siempre estuvo ahí conmigo.
Había olvidado cuán
grandes se veían los fuegos artificiales de cerca. No recordaba qué tan ruidoso
era el sonido viéndolos en persona. ¿El olor de la pólvora llenaba toda el
área? ¿Cuánto tiempo permanecía el humo en el aire? ¿Qué caras hacían los demás
cuando los observaban? Mientras consideraba todos esos puntos, me di cuenta de
que no sabía casi nada sobre los fuegos artificiales.
La tentación de mirar
afuera de la ventana me superó, pero no podía degradarme a ese punto mientras
Miyagi me observaba. Si lo hiciese, probablemente diría algo como “Si tiene
tantas ganas de ver los fuegos artificiales, ¿por qué no va a verlos y listo?”
¿Y qué iba a responder yo? ¿Iba a admitir que estaría demasiado distraído
preocupándome por lo que las otras personas pensaban de mí?
¿Por qué me preocupaba lo
que los demás pensaban, considerando el poco tiempo de vida que me quedaba?
Miyagi cruzó enfrente de
mí—prácticamente burlándose de mi silenciosa batalla contra la tentación—abrió
la ventana y se asomó por el marco de la misma para poder ver la exhibición de
pirotecnia. Parecía como si se estuviera maravillando por algo raro y extraño,
en lugar de asimilar su maravillosa belleza. Cualquiera que fuese la fuente de
aquello, parecía tener cierto interés en el espectáculo.
“Oh, ¿en serio? ¿Vas a
quedarte mirándolo, Señorita Supervisora? ¿Qué pasa si me escapo mientras estás
distraída?”
Sin desviar la vista de
los fuegos artificiales, Miyagi gruñó, “¿Quieres que me quede a controlarte?”
“No. Es más, quiero que
te largues de aquí. Es difícil hacer mis cosas contigo observándome.”
“Ya veo. Supongo que debe
sentir bastante culpa. Para su información… si piensa en escaparse y se aleja a
una cierta distancia de mí, eso será interpretado como una señal de intento de
generar problemas para otros, y su vida restante será restada a cero. Tenga
cuidado.”
“¿A cuánta distancia te
refieres?”
“No es una regla exacta.
Supongo que serán unos cien metros.”
Desearía que me lo
hubiera dicho antes.
“Tendré cuidado,” le
dije.
Hubo una serie de
estallidos rápidos en el cielo. Los fuegos artificiales parecían estar llegando
a su clímax. El clamor de la habitación de al lado se había disminuido. Quizás
hayan salido a ver el espectáculo.
Al final, Miyagi empezó a
hablar sobre las cosas que “podrían haber ocurrido.”
“Ahora, acerca de sus
treinta años perdidos… Primero, su vida universitaria acabaría prematuramente,”
ella dijo. “Generaría el suficiente dinero como para subsistir, leer sus
libros, escuchar música, y dormir—nada más. Sus días serían vacíos y
repetitivos, hasta que resultaría imposible distinguir uno del otro. Una vez
que pase eso, los días simplemente pasarían volando. Se graduaría de la
universidad sin haber aprendido nada de gran valor, y, irónicamente, terminaría
ejerciendo en el ámbito laboral que tanto despreciaba cuando era niño y estaba
lleno de esperanza. Si tan solo se hubiese rendido y aceptado la simple
realidad en ese entonces. En su lugar, fue incapaz de superar el recuerdo de
aquel tiempo cuando se consideraba “especial,” y su creencia de que este no es
el lugar al que pertenece hizo que el encajar sea una tarea complicada. Va y
vuelve desde casa al trabajo con unos ojos sin vida, trabajando hasta el
cansancio, carente de la capacidad para pensar en otra cosa, hasta que el único
placer que logra encontrar en su vida es el de beber. Su ambición de ser grande
e importante se desvanece, y usted llevaría una vida radicalmente distinta a la
cual había idealizado desde niño.”
“¿No suena eso a algo
fuera de lo ordinario?” interrumpí.
“Es verdad, es una
historia poco común. Es un tipo de desesperación bastante normal. Por supuesto,
la agonía que uno siente difiere de persona a persona. Usted era una persona
que necesitaba ser mejor que los demás. Y sin una compañera que lo ayudase a
encontrar un consuelo mental, tendría que soportarlo todo por su cuenta. Cuando
el pilar de la soledad se rompiese, la agonía resultante de todo ello es más que
suficiente para llevarlo a la destrucción.”
“¿Destrucción?” repetí.
“Antes de darse cuenta,
ya estaría llegando a sus treinta. En su soledad, su único pasatiempo sería el
de montar una motocicleta sin destino alguno. Pero como ya sabrá, las
motocicletas son peligrosas. Especialmente cuando la persona que la monta ya se
ha rendido con su vida… El lado positivo es que no golpearía el auto de alguna
persona inocente ni atropellaría a un peatón. Simplemente se caería usted solo
de la motocicleta. Pero como resultado de aquel accidente, usted perdería la
mitad de su rostro, la capacidad para caminar, y la mayoría de sus dedos.”
Era fácil visualizar el
significado de “perder la mitad del rostro,” pero muy complicado de imaginarlo gráficamente.
Probablemente se refiera
a que me encontraría en un estado tan horrífico que lo único que los demás podrían
llegar a reconocer sería “el lugar donde alguna vez tuve un rostro.”
“Usted considera que su
apariencia es uno de sus mejores aspectos, así que esto lo llevaría a tomar la
decisión definitiva. Pero usted sería reacio a llevarlo a cabo. No podría renunciar
a la última gota de esperanza—la esperanza de que algún día, de alguna manera,
algo bueno podría ocurrir. Es un deseo que nadie podría arrebatarle… pero eso
es todo. Es más o menos como la prueba diabólica. Viviría junto a esta leve
esperanza hasta sus cincuenta—pero sin nada que poder destacar, finalmente se
terminaría de desmoronar y moriría en soledad. Desprovisto de amor y olvidado
por los demás. Y en su último momento, usted se lamentaría, “No se suponía que
las cosas acabaran de esta manera.”
Era algo realmente
extraño. Acepté y creí completamente todo lo que me había contado.
“Entonces, ¿qué piensa de
todo esto?”
“Veamos. Primero que nada,
me alegro mucho de haber vendido esos treinta años,” repliqué. No pretendía
hacerme el duro. Después de todo, Miyagi dijo que “lo que podría haber pasado”
ahora sería “lo que nunca ocurrirá.”
“Pero desearía haber
vendido todo excepto tres días en lugar de tres meses.”
“Aún es posible llevarlo
a cabo,” dijo Miyagi. “Puede vender su esperanza de vida dos veces más.”
“Una vez que llegue a los
tres días, ya no estarás aquí para molestarme, ¿verdad?”
“Eso es correcto. Si
tanto le disgusto, aquella es una opción viable.”
“Lo tendré en mente,”
dije.
En realidad, considerando
que no me quedaba esperanza alguna viviendo los tres meses restantes, la
elección más inteligente sería la de venderlo todo excepto por los últimos tres
días. Pero me abstuve de hacerlo, porque, aun ahora, tenía esa esperanza, esa
prueba diabólica, susurrándome, “Aun así, algo bueno podría ocurrir.”
Los tres meses que tenía
por delante fueron completamente distintos a los treinta años que me había
contado Miyagi. El futuro no estaba escrito. Quizás algo bueno ocurriría.
Quizás experimentaría algo bueno que hiciese que valga la pena vivir.
Las posibilidades no eran
nulas.
Y, por ende, aún me veía
incapaz de ceder ante los encantos de la muerte.
Me desperté por el sonido
de la lluvia en medio de la noche. El golpeteo de las gotas que caían al suelo
desde la canaleta rota era inevitable. Controlé mi reloj y me di cuenta de que
ya eran más de las 3 de la mañana.
Un olor dulce llenó la
habitación. Se trataba de algo que no había olido en mucho tiempo, así que me
costó bastante identificar qué era: el champú de una mujer.
Por el proceso de
eliminación, no quedaba otra que Miyagi. Lo único que podía asumir es que,
mientras dormía, Miyagi se había dado una ducha.
Pero me costó bastante
aceptar esa conclusión. No es por presumir, pero mis sueños son tan ligeros que
bien podría haber estado dormitando. Me despertaba por el mínimo sonido, como
por la entrega de los diarios o por los pasos en la escalera. No tenía sentido
que no me levantase mientras Miyagi se bañaba. Quizás se haya ocultado en el sonido
de la lluvia.
Decidí aceptar esa
conclusión. Resultaba extraño que una chica a quien acababa de conocer se
estuviese bañando en mi apartamento, pero opté por no pensar en ello. Además,
necesitaba descansar para el día siguiente. Al haberme despertado en medio de
la noche durante la lluvia, no había mucho para hacer.
Pero ya no era tarea
fácil regresar a dormir, así que decidí recurrir a la música. Puse uno de los
discos que no llegué a vender, Please Mr.
Lostman, dentro de un reproductor
cerca de mi almohada, para luego escucharlo con mis audífonos. Mi teoría
favorita era la de pensar que, cualquiera que escuchara Please Mr. Lostman durante una noche de insomnio, probablemente
no tenga una vida decente. Usaba esta música como forma de perdonarme a mí
mismo por ser incapaz de encajar en el mundo, y también por no intentarlo.
Quizás
ahora esté pagando el precio por eso.