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Traduzco anime y manga como pasatiempo. No tengo ninguna condición o criterio para elegir un proyecto. Solamente elijo lo que quiera traducir, generalmente algo que haya sido abandonado o que no fue traducido, y lo hago. Subiré proyectos que haya trabajado y que estaré trabajando en el futuro.

Three Days of Happiness Capítulo 1

Capítulo 1: Una Promesa por Diez Años

 

Cuando escuché por primera vez sobre la idea de comprar y vender tu esperanza de vida, me recordó a una lección sobre moral que tuve en la primaria. Nuestra maestra, una mujer de veintitantos años, planteó un interrogante a su clase llena de estudiantes entre los diez años, quienes aún no sabían cómo pensar por sí mismos.


“Muy bien, niños, la vida humana es considerada como lo más valioso entre todo, completamente irremplazable. Si fueran a valorarla con una cifra monetaria, ¿cuánto creen que valdría?”


Ella se detuvo y puso una cara ante su propia pregunta. Aparentemente, aquella había sido una manera inapropiada de plantearla. Observó la pizarra, con una tiza en su mano, y se quedó congelada por unos veinte segundos.


Durante ese tiempo, la clase gravemente consideró la respuesta a aquella pregunta.


La mayoría de los estudiantes querían a nuestra joven y preciosa maestra, y querían dar la respuesta correcta para hacerla feliz y ser elogiados.


Una sabelotodo ofreció una respuesta.


“Un asalariado japonés en toda su vida genera alrededor de doscientos o trescientos millones de yenes, según un libro que leí. Eso debería ser adecuado para una persona promedio.”


La mitad de la clase se vio sorprendida. Y la otra mitad molesta.


Casi todos los estudiantes de la clase odiaban a los sabelotodo.


“Bueno, eso es verdad,” dijo la maestra con una mueca. “Creo que la mayoría de los adultos darían la misma respuesta. Calcular el valor de una persona por el dinero que hacen en toda su vida es una manera de deducir una respuesta. Pero quiero dejar de lado tu percepción por ahora… ¿Qué piensas de eso?


Haré una analogía. Otro más de mis engañosos experimentos reflexivos.”


Nadie tenía forma de saber con certeza qué había dibujado en la pizarra con la tiza azul. A simple vista parecía una persona, pero también parecía un pedazo de chicle pegado en la carretera.


Pero esa era su intención.


“Este extraño, e inidentificable objeto tiene una infinita cantidad de dinero.


Ese ser está buscando obtener una vida humana. Así que lo que quiere es comprarle la vida a otra persona. Y un día, casualmente se cruzan con aquel ser. Y este les pregunta, “Oye, ¿me venderías esa vida que tienes?”


La maestra se detuvo ahí.


“¿Qué pasa si se la vendes?” preguntó un niño muy serio, levantando su mano.


“Morirías, supongo,” ella respondió con total naturalidad. “Es por eso que inicialmente ustedes rechazarán aquella propuesta. Pero ese ser es persistente. Que sea solo la mitad.


Aún te quedan sesenta años por delante. ¿Me venderías unos treinta? Verás, en verdad los necesito, respondió.”


En ese momento, me senté con mi mano en la mejilla, pensando. Ah, entiendo. Puedo vender esa cantidad. Una vida más corta pero rica (dentro de lo razonable) sería mucho mejor que una larga pero miserable, por supuesto.


“Pero aquí está el problema. ¿Cuánto dinero por año pagaría este misterioso ser por su esperanza de vida? Y déjenme aclararlo de antemano—no existe una respuesta correcta. Solamente quiero saber lo que piensan sobre esto y su respuesta. Ahora, discutan con la persona que se encuentra sentada cerca de ustedes.” La clase comenzó a zumbar con las conversaciones.


Pero yo no participé. Siendo más precisos, no fui capaz.


Porque, como la sabelotodo que mencionó las ganancias de toda la vida más temprano, era considerado como la paria de la clase.


En su lugar, pretendí no estar interesado en la discusión y esperé a que el tiempo pasara.


Escuché a las personas en los asientos de adelante decir, “Si toda una vida vale trescientos millones de yenes, entonces…”


Bueno, si valieran trescientos millones de yenes, pensé, entonces yo debería valer tres billones.


No recuerdo el verdadero concenso de la discusión, solo que fue inservible de principio a fin. Para empezar, el tema era demasiado complejo de debatir para unos estudiantes de primaria. ¿Quién sabe si se podría obtener un discurso productivo de parte de un grupo de primarios?


Puedo recordar distintivamente el apasionado argumento de una niña quien no tenía futuro, hasta donde sé, que decía “no se le puede poner un precio a la vida humana.” Seguro, si tuviese una vida como la de ella, yo tampoco le pondría un precio. Probablemente tenga pérdidas.


Cada clase tiene algún payaso, y él pensaba de la misma manera que yo. “Si vendiera el derecho de obtener mi vida, ni siquiera pagarías trescientos miles yenes, ¿no es así?” él dijo, riéndose vigorosamente. Coincidía con su opinión, pero obviamente, él solamente estaba siendo modestamente sarcástico para obtener risas y atención. Él claramente se consideraba mucho más valioso para el grupo que los aburridos y serios estudiantes—un hecho que encontré detestable.


Sin embargo, aunque la maestra dijo que no había una respuesta correcta, efectivamente la había. Diez años después, cuando cumplí veinte, vendí mi futura esperanza de vida y recibí algo de valor a cambio.

 

Cuando era un niño, creí que cuando creciera, sería alguien importante. Estaba convencido de que era extremadamente especial, a comparación de mis compañeros. Desafortunadamente, debido a que mi vecindario estaba lleno de padres poco destacables quienes daban a luz a muchos niños poco destacables, aquel concepto erróneo siguió creciendo con el tiempo.


Menospreciaba a los niños de mi alrededor. No era lo suficientemente inteligente o humilde como para esconder mi despótico orgullo, y mis compañeros me rechazaron por ello. Me excluyeron de sus grupos y usualmente escondían mis pertenencias cuando estaba distraído.


Obtenía notas perfectas en los exámenes todo el tiempo, pero yo no era el único.


Aquella persona era la “sabelotodo” que mencioné previamente, una chica llamada Himeno.


Debido a ella, no podía ser el mejor, y debido a mí, ella tampoco podía ser la mejor. A simple vista, parecía como si siempre estuviéramos discutiendo. Lo único en lo que pensábamos era en superar al otro.


Pero al mismo tiempo, éramos los únicos con los que cualquiera de nosotros podía hablar. Ella era la única que aceptaría lo que dije sin malentenderlo, y probablemente yo haya sido lo mismo para ella.


Al final, siempre terminábamos juntos.


Incluso antes de eso, nuestras casas se encontraban enfrentadas, así que pasamos mucho tiempo juntos de niños. Supongo que podrías llamarnos algo así como amigos de la infancia. Nuestros padres se llevaban bien, y hasta que empezamos a asistir a la escuela, cuando mis padres estaban ocupados, los padres de Himeno siempre me cuidaban en su casa, y cuando sus padres se encontraban ocupados, Himeno venía a nuestra casa.


Nos percibíamos como rivales, pero teníamos un acuerdo tácito de que nos comportaríamos enfrente de nuestros padres. Sin ninguna razón en particular. Simplemente pareció una buena idea. Tal vez nos hayamos pateado las espinillas o nos hayamos pellizcado los muslos debajo de la mesa, pero cuando los adultos nos observaban, parecíamos unos amigos muy cercanos.


Supongo que es posible que realmente lo fuéramos.

 

 

Por razones como las mías, Himeno era rechazada por el resto de la clase.


Ella creía que era inteligente, menospreciaba a las personas de su alrededor, y no tenía intenciones de esconderlo. Así que fue recluida por los demás.


Nuestras casas se encontraban cerca de la cima de una colina, una distancia bastante remota de donde vivía el resto de nuestros compañeros. Eso resultó conveniente para nosotros; podíamos utilizar la distancia como pretexto para no reunirnos en sus casas, y racionalizamos el hecho de permanecer en nuestros hogares en su lugar. Si nos aburríamos, siempre podíamos visitar al otro y jugar mientras pretendíamos estar allí por gusto.


En los festivales de verano y Navidad, salíamos juntos y perdíamos el tiempo por nuestra cuenta, para así no molestar a nuestros padres innecesariamente, y en los días de recreación familiar y cuando nuestros padres podían asistir a la escuela y observar la clase, pretendíamos ser buenos amigos. Era como si estuviésemos diciendo, “Es más fácil estar los dos juntos, así que decidimos estar así.” En lugar de suplicar a nuestros compañeros inferiores que nos dejaran unirnos a sus grupos, preferíamos aún más estar acompañados de nuestro amienemigo.


La escuela primaria era un lugar depresivo para nosotros. Los otros niños nos molestaban y nos acosaban a Himeno y a mí, lo cual generaba asambleas escolares.


La maestra a cargo de nuestra clase desde el cuarto hasta el sexto grado comprendía cómo era la situación, y a no ser que el caso haya sido verdaderamente malo, ella era lo suficientemente considerada como para no informar a nuestros padres. Después de todo, si ellos hubiesen sabido que éramos molestados, solo habrían empeorado las cosas. La maestra sabía que necesitábamos al menos un lugar donde pudiésemos estar tranquilos, sin recordar el hecho de que éramos víctimas de acoso.


Pero, en cualquier caso, Himeno y yo estábamos hartos de eso—hartos de las personas de nuestro alrededor, e incluso un poco hartos de nosotros mismos por ser incapaces de tener relación con el resto de la clase.


Nuestro mayor problema era que no podíamos sonreír. Nunca supimos cómo reaccionar al mismo tiempo que los otros niños. Si intentaba forzar mis músculos faciales y lograr esa expresión, casi podía escuchar algo dentro de mí moliendo y raspándose. Himeno probablemente sintió algo similar. Aun cuando alguien buscaba una respuesta directa de nuestra parte, ni siquiera levantábamos una ceja. De hecho, no podíamos.


El resto de la clase pensó que éramos engreídos y pretenciosos. Probablemente haya sido así. Pero esa no era la única razón por la cual no podíamos involucrarnos con ellos cuando reían. Se trataba de algo más fundamental. Himeno y yo estábamos irremediablemente fuera de sincronía, como una flor floreciendo en la estación equivocada.

 

Ocurrió durante el verano cuando tenía diez. Himeno sacó su mochila de la basura por lo menos por trigésima vez, y yo me puse los zapatos que habían cortado con tijeras, y nos fuimos a sentar en los escalones de piedra del santuario, iluminados por el sol poniente y esperando por algo.


Desde nuestra posición, podíamos mirar hacía donde el festival de verano estaba teniendo lugar. Puestos y carros se alineaban en el estrecho camino hacia el santuario, con dos hileras de linternas de papel colgando sobre ellos como tiras de luces de pasarela que traían un tenue resplandor rojo a los terrenos del santuario. Las personas que circulaban estaban de buen humor, por lo cual no podíamos bajar e involucrarnos.


Ninguno de los dos dijo algo, porque sabíamos que, si lo hacíamos, las lágrimas se desbordarían. Así que nos mantuvimos callados y nos sentamos pacientemente allí, reprimiendo nuestros sentimientos.


Lo que Himeno y yo estábamos esperando era algo que nos apoyaría y ayudaría a que todo tuviera sentido.


Tal vez hayamos estado rezándole al dios de aquel santuario en ese momento, junto al sonido de las cigarras inundando el aire a nuestro alrededor.


Cuando el sol comenzó a cruzar el horizonte, Himeno se puso de pie, se sacudió el polvo de su falda, y miró al frente.


“En el futuro, seremos unas personas muy importantes,” dijo con esa voz clara que solo ella poseía. Como si estuviese hablando de un simple hecho que había sido grabado en piedra.


“¿Qué tan lejos en el futuro estás hablando?” pregunté.


“Probablemente no tan cercano. Pero tampoco demasiado lejos. Apuesto a que unos diez años.”


“Diez años,” repetí. “Tendremos veinte para entonces.”


A los diez años, veinte era la edad de la adultez y la etapa definitiva de la madurez. Hasta donde comprendía, la declaración de Himeno era práctica, incluso probable.


Ella continuó, “Algo ocurrirá durante el verano. De aquí a diez años, algo nos ocurrirá. Algo genial. Y entonces, por fin seremos felices de estar vivos. Una vez que seamos importantes y ricos, recordaremos nuestros días de primaria y diremos, ‘Aquella escuela no nos aportó nada, ni siquiera un ejemplo negativo sobre lo que hay que evitar. Todos era unos idiotas. Fue una escuela terrible.’”


“Tienes, razón. No son nada más que unos idiotas. Es una escuela terrible,” repetí.


En aquel entonces, ese era un punto de vista bastante fresco para mí. Cuando te encuentras en la primaria, ese es todo tu mundo, y es complicado considerarlo en términos de “bueno” o “malo.”


“El punto es que, necesitamos ser muy importantes y ricos dentro de diez años. Podemos hacer que nuestros compañeros estén tan celosos, que tendrán un ataque al corazón.” “Tan celosos, que masticarán sus propios labios,” estuve de acuerdo.


“De lo contrario, no llegaríamos demasiado lejos,” dijo sonriendo.


No creía que Himeno haya estado intentando hacerme sentir mejor. A penas ella lo había dicho, se sintió tan real para mí como si de una visión del futuro se tratase. Esas palabras tenían un tono de profecía.  


Y no es como si no pudiésemos ser grandes y famosos. Dentro de diez años, se los demostraremos. Haremos que se arrepienten de habernos tratado de esta manera. Ya verán.


“Veinte años de edad. Es increíble, si piensos sobre ello,” dijo Himeno, poniendo sus manos detrás de su espalda mientras observaba la puesta del sol. “Tendremos veinte dentro de diez años.”


“Podremos beber alcohol. Podremos fumar. Podremos casarnos—Bueno, supongo que podríamos hacer eso aun antes,” dije.


“Es verdad. Las chicas pueden casarse cuando cumplen los dieciséis.”


“Serían los dieciocho para los chicos. Pero siento que tal vez nunca nos casemos.”


“¿Por qué?”


“Odio demasiadas cosas. Desprecio todo lo que ocurre en el mundo. ¿Cómo podría llevarme bien con alguien por el resto de mi vida?”


“Ya veo. Tal vez eso sea verdad para mí también,” dijo Himeno cabizbaja. En la luz del sol poniente, su perfil parecía ser como si perteneciese a una persona completamente distinta. Se veía más adulta y más frágil. Quebradiza.


“Bueno… en ese caso,” ella continuó, observándome por un segundo, antes de desviar la mirada otra vez, “cuando cumplamos los veinte, y seamos muy importantes y poderosos… y ambos eseamos lo suficientemente tristes como para no querer casarse con alguien más…” Ella tosió, aclarando su garganta.


“… ¿entonces por qué ambos no hacemos de sobras para el otro?


Incluso a mi inmadura edad, podía darme cuenta de que el cambio en su voz era evidencia de timidez.


“¿A qué te refieres?” Respondí, también sintiéndome incómodamente educado.


“Estoy bromeando. Olvídalo,” dijo con una risa, intentando simularlo. “Solamente quería intentar decirlo. Sé que nunca seremos las sobras.” “Ah, eso es bueno.” Yo también me reí.


Pero—como el estúpido que era—aun después de que Himeno y yo hayamos tomado caminos diferentes en la vida, siempre recordé aquella promesa. Incluso cuando una razonablemente atractiva chica mostraba interés en mí, firmemente la rechazaba. Lo hice en la escuela media. En la secundaria. Y ahora en la universidad.


Lo hice para que cuando nos reuniéramos otra vez, podría mostrarle que resulté ser las sobras después de todo.


Como dije, era una idea realmente estúpida.


Diez años han pasado desde entonces.


Y cuando lo recuerdo, creo que, tal vez aquel haya sido el momento más maravillo de toda mi vida. 

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